David Jang – Vivir por la fe


I. No me avergüenzo del evangelio

El apóstol Pablo declara en Romanos 1:16 de la siguiente manera:
“Porque no me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree; al judío primeramente y también al griego.”

En esta expresión tan simple como poderosa, se condensa tanto la situación histórica que enfrentaba la Iglesia primitiva como el plan de salvación que Dios manifestó en Cristo. Ante las burlas del mundo y las barreras culturales del Imperio helenístico-romano, repleto de valores totalmente distintos, Pablo proclama: “No me avergüenzo del evangelio”, exhibiendo así su plena certeza misionera y su profunda visión teológica.

En el siglo I, el Imperio romano era la superpotencia indiscutible en lo político, lo militar y lo cultural. Sus construcciones magníficas, su extensa red de caminos y la elevada tradición filosófica, que fusionaba la herencia helenística con la grandeza romana, convertían a Roma en un “imperio resplandeciente”. Incluso viendo hoy las ruinas del Coliseo o el Foro Romano, podemos imaginar cuán poderoso y descomunal era el Imperio romano hace dos mil años. En tal centro imperial, predicar “a Cristo crucificado” no era, ni de lejos, una tarea fácil. Para los judíos, la muerte en cruz era considerada una maldición, y para los griegos (la élite intelectual de la época), constituía la máxima necedad. El mismo Pablo lo expresa en 1 Corintios: “La palabra de la cruz es locura para los que se pierden; pero para los que se salvan, esto es, para nosotros, es poder de Dios” (1 Co 1:18). Con esto, deja claro lo ofensivo que podía llegar a sonar el evangelio para los ciudadanos romanos (y en especial para sus pensadores), quienes con frecuencia valoraban altamente la filosofía helenística y la cultura refinada.

Aun así, Pablo declara con valentía: “No me avergüenzo del evangelio”. Es más, proclama que este evangelio “es poder de Dios para salvación de todo aquel que cree”. El mundo exalta innumerables caminos como su “poder” (llámense sabiduría o autoridad), pero a los ojos de Pablo, todos ellos están bajo la sombra del pecado y, por ende, se encaminan a la perdición. Por muy esplendorosa que fuese Roma, por muy profunda que pareciera su sabiduría o por muy imponente que resultara la fuerza de sus gobernantes, todo ser humano sigue sin librarse de la condena del pecado y no tiene forma de escapar del tribunal divino. En consecuencia, para Pablo, el evangelio es el único poder verdadero y la única vía de salvación.

Al leer la carta de Pablo, conviene pensar también en los creyentes de la iglesia de Corinto, a quienes él tenía muy presentes. Corinto era una ciudad portuaria rica en comercio, con muchos estratos sociales bajos y una gran cantidad de esclavos, donde abundaban la confusión moral y espiritual. Pablo reconoce que él mismo y otros mensajeros del evangelio, así como los cristianos que vivían allí, eran vistos como “la escoria del mundo” (1 Co 4:13). Sin embargo, esa condición social inferior y el desprecio que sufrían no menguaron el gozo de Pablo, quien había experimentado la gracia de la salvación en Cristo y conocía la “realidad” del evangelio. Para él, la cruz no era una vergüenza, sino el poder supremo y eterno, y constituía un signo de gloria para los creyentes.

En múltiples conferencias y predicaciones, el Pastor David Jang ha subrayado la importancia de aplicar hoy la misma confianza de Pablo. En una época en que la prosperidad material, la rápida digitalización y el florecimiento de la cultura y el arte hacen que la civilización moderna luzca deslumbrante, muchos cristianos pueden sentirse avergonzados o retraídos pensando: “¿Acaso el evangelio puede parecer infantil?” o “¿No considerarán anticuado el mensaje de la cruz?”. Pero el Pastor David Jang insiste: “Precisamente esta era requiere la esencia del evangelio, porque el mundo, lejos de resolver sus problemas, experimenta un caos y un abatimiento aún mayores debido a los excesos de la propia civilización humana, de la tecnología, de las ideologías y de los sistemas que hemos creado”. Este planteamiento conecta directamente con el “No me avergüenzo del evangelio” de Pablo. El evangelio es, por naturaleza, eterno y trasciende cualquier valor o apreciación meramente humana; es, en definitiva, “poder de Dios”.

Ahora bien, ¿cómo entender esa expresión de Pablo: “Es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree”? El núcleo esencial del evangelio cristiano se revela: quien crea en la muerte y resurrección de Jesús y lo confiese como Señor y Salvador, ese alcanzará salvación, sea judío o griego. La frase “al judío primeramente y también al griego” indica que el evangelio está destinado a toda la humanidad. En la terminología de la época, “judío” y “griego” abarcaban, en conjunto, a judíos y gentiles. Por tanto, Pablo afirma: “Sin importar si eres judío o gentil, aquel que cree en Cristo obtendrá la salvación”. Esto coincide con el dato histórico reflejado en el libro de los Hechos, donde el evangelio, tras descender el Espíritu Santo en Pentecostés, comenzó en Jerusalén, se extendió por Samaria y llegó paulatinamente a las regiones gentiles, proclamándose así a todas las naciones. De este modo, el evangelio “amplía” su alcance a quienes “buscan a Dios”, invitándolos a experimentar la misma gracia y el mismo poder en el Señor.

1 Corintios 1:22-24 dice: “Porque los judíos piden señales, y los griegos buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado, para los judíos tropezadero, y para los gentiles locura. Mas para los llamados… Cristo es poder de Dios y sabiduría de Dios.” Para judíos y helenos, la cruz de Cristo resultaba al principio un mensaje extraño y hasta ofensivo. Según la Ley del Antiguo Testamento, “maldito todo el que es colgado en un madero” (Gá 3:13), de modo que un “Mesías crucificado” era inaceptable para muchos judíos. Por otro lado, en el ámbito de la alta cultura y la filosofía griega, era inconcebible que un “ajusticiado en la cruz” se convirtiera en el centro de un sistema moral o intelectual. Sin embargo, ese aparente acto “insensato” era en realidad el corazón del plan de salvación de Dios. Y Pablo, más que nadie, defendió ardientemente este punto, relacionándolo directamente con la profecía del profeta Habacuc: “El justo por la fe vivirá”.

En el contexto de la época en que Pablo escribía Romanos, así como considerando la revelación y la certeza que había recibido del Señor, su actitud de “no avergonzarse del evangelio” trasciende la simple valentía. Manifiesta la alegría de quien ha descubierto el “poder de Dios” que salva al ser humano, algo que ninguna sabiduría ni autoridad terrenal podía brindar. Un ejemplo destacado en la literatura cristiana es Agustín de Hipona, cuyas obras Confesiones y La Ciudad de Dios (De Civitate Dei) muestran cómo Agustín, tras dedicarse en su juventud a filosofías e intereses mundanos, halló en el evangelio la “verdad” que anhelaba su alma. Aun siendo un gran admirador de la filosofía grecorromana, Agustín concluyó, después de su conversión, que la “palabra de la cruz” era la auténtica sabiduría en la que el ser humano debe reposar. Esto sintoniza con la declaración paulina: “No me avergüenzo del evangelio”.

El Pastor David Jang, situándose en esta misma línea, insiste en el poder de la cruz. En el siglo XXI, caracterizado por la civilización digital, la avalancha de nuevas corrientes de pensamiento y la sobreabundancia de información, temas como “la salvación”, “la expiación” o “el juicio de Dios” pueden parecer anticuados. Sin embargo, la realidad es que la naturaleza pecaminosa del ser humano persiste y la confusión moral y el vacío espiritual se acentúan. Por ello, sostiene David Jang, hoy resulta aún más imprescindible confesar: “No me avergüenzo del evangelio”. El esplendor de los grandes imperios, civilizaciones y saberes es efímero ante el poder del pecado y la muerte; en cambio, el evangelio es “poder de Dios para salvación” de todo aquel que cree, una verdad que trasciende dos mil años y permanece vigente.

Además, 1 Corintios 4:13 muestra la realidad de los creyentes de entonces, cuando Pablo dice que son tratados como “la escoria de todos”. Esto revela el lugar social que ocupaban muchos cristianos primitivos. El cristianismo no nació con el respaldo mayoritario de la élite, sino que, tal como Jesús dijo, “los cansados y cargados”, “las ovejas perdidas” y “los marginados” se acercaron al evangelio y hallaron en él la fuerza que transformó sus vidas. Al examinar el ministerio de Pablo, notamos que no cedía ante la imponente autoridad del Imperio romano ni ante la filosofía helénica; al contrario, veía al mundo como “aquellos que perecerán y necesitan el evangelio”. Tras “No me avergüenzo del evangelio”, Pablo añade una razón (tal como se aprecia en el original griego): él se gloriaba en el evangelio y lo presentaba con firmeza porque sabía que el evangelio era el poder de Dios, el único que destruye el dominio del pecado y la muerte, otorgando una vida nueva a los que lo reciben.

Así también los cristianos de hoy tenemos la responsabilidad de encarnar esa misma confesión de Pablo. Es posible que la Iglesia sufra burlas o que, en ocasiones, la intelectualidad más vanguardista del arte o la ciencia descalifique el cristianismo como un mito obsoleto. Pero es entonces cuando debemos recordar Romanos 1:16, pues el evangelio no es una ideología antigua e inservible, sino el poder de Dios para atajar el mayor problema de la humanidad: el pecado y la muerte. Si comprendemos esto, podremos decir con convicción, en cualquier circunstancia: “No me avergüenzo del evangelio”. Y esa afirmación no se basa en nuestros conocimientos ni en nuestra posición, sino en el poder eterno que emanan la cruz y la resurrección de Cristo.


II. El justo por la fe vivirá

Continuando en Romanos 1:17, Pablo profundiza aún más:
“Porque en el evangelio la justicia de Dios se revela por fe y para fe, como está escrito: Mas el justo por la fe vivirá.”

Este versículo constituye el tema central de toda la Epístola a los Romanos y la columna vertebral de la doctrina cristiana de la salvación. Se cuenta que Martín Lutero, al comprender en profundidad el significado de “el justo por la fe vivirá”, redescubrió la doctrina de la justificación por la fe y se regocijó enormemente, desencadenando el movimiento de la Reforma protestante.

1. “Porque en el evangelio la justicia de Dios se revela por fe y para fe”

Ante todo, la “justicia de Dios” de la que habla Pablo es el medio por el cual el pecador se transforma en justo, y su origen y centro están en la cruz de Jesucristo. Es decir, el plan de salvación de Dios, evidenciado en la muerte vicaria de Jesús, define la “justicia de Dios”. Bajo la ley, no había manera de eludir la sanción correspondiente al pecado, pues “la paga del pecado es muerte” (Ro 6:23). El ser humano es incapaz de cumplir por sí mismo la norma perfecta de justicia que exige la ley, quedando condenado. Pero Dios, en su amor, envió a su Hijo unigénito, Jesucristo, para que en la cruz pagara la deuda de nuestro pecado. Así, la “justicia de Dios” se vuelve concreta al declarar Dios Padre “justo” al pecador que ha sido redimido por la sangre de Jesús.

Pablo escribe en 1 Corintios 1:18: “Porque la palabra de la cruz es locura a los que se pierden, pero a los que se salvan, es decir, a nosotros, es poder de Dios”. Esto significa que, para quienes rechazan el evangelio, la cruz resulta un absurdo; pero para quienes han experimentado la gracia de Cristo, constituye poder y vida. Precisamente allí es donde “actúa” la justicia de Dios: ¿cómo puede un pecador ser hecho justo? Desde un punto de vista meramente humano, parece imposible. Pero lo que el ser humano no puede lograr, Dios lo llevó a cabo en la cruz, entregando a su propio Hijo. Solo quien acepte ese sacrificio “por fe” podrá ser declarado justo; se le abre así un camino nuevo e impensado.

Por otra parte, Pablo describe este proceso diciendo que la justicia de Dios “se revela por fe y para fe”. Es decir, parte de la fe y se dirige otra vez a la fe. Se han propuesto diversas interpretaciones desde la era de la Iglesia primitiva, pero la más común alude a un crecimiento progresivo de la fe: comenzamos confiando en el evangelio y, conforme avanza nuestra vida cristiana, esa fe madura, se profundiza y se encamina a su plenitud, de modo que, con el tiempo, vivimos plenamente la certeza de la salvación y el poder del Espíritu, según la proclamación: “Mas el justo por la fe vivirá”.

Si revisamos a Agustín, Tomás de Aquino u otros teólogos, observamos que todos coincidieron en subrayar que “la salvación no depende de nuestro mérito ni de nuestras obras, sino únicamente de la gracia de Dios”. Agustín, en sus Confesiones, recuerda cómo, en su juventud, se sumió en la filosofía y el placer, hasta que entendió que era un “pecador alejado de Dios”. Fue al encontrarse con el mensaje de Romanos que halló la senda de “solo por la gracia, solo por la fe”. Esta doctrina de la gracia, que ya en la Iglesia antigua estaba bien asentada, resurgió con gran fuerza en la época de la Reforma, con Martín Lutero, Juan Calvino y otros reformadores. La justificación por la fe (que el pecador sea declarado justo por creer en Cristo) sigue siendo el pilar fundamental de la soteriología cristiana.

El Pastor David Jang, en numerosas prédicas y escritos, señala que el ser humano moderno cae con frecuencia en dos trampas: la “autosuficiencia” (la creencia de poder alcanzar la justicia mediante las propias acciones o méritos) y el “relativismo” (la idea de que uno no es tan pecador si se compara con otros). A menudo solemos decir: “No soy tan malo; hay gente mucho peor que yo”. Sin embargo, es una actitud equivocada si perdemos de vista que, ante Dios, somos pecadores absolutos. La “justicia de Dios” es la respuesta objetiva y suprema, encarnada en Jesucristo, y solo al aceptarla “por fe” hallamos la verdadera libertad y santidad. Esa “fe” no es mera convicción intelectual, sino una confianza total. Según Pablo, se trata de un proceso que comienza en la fe y crece hasta consolidarse, “por fe y para fe”.

2. El sentido práctico de “Mas el justo por la fe vivirá”

La frase “Mas el justo por la fe vivirá” proviene de Habacuc 2:4. El profeta Habacuc clamaba en medio de la amenaza del poderoso Imperio babilónico. Entonces Dios le reveló que “el justo por su fe vivirá”. Es decir, en medio de las turbulencias históricas y de problemas irresolubles para el hombre, lo que finalmente subsiste es la fe en las promesas divinas. Aunque parezca que todo el mundo se derrumba, quienes confíen en el pacto de Dios no perecerán.

Pablo retoma esta profecía y la vincula con el evangelio de Jesucristo, afirmando que “ahora, quienes creen en Jesucristo son los justos, y estos vivirán por la fe”. Así como en tiempos de Habacuc Israel temía ante la inminente invasión de Babilonia, hoy observamos la realidad del pecado y la muerte, el caos mundial y el temor que conllevan. Crisis económicas, guerras, pandemias, hambre, problemas en el día a día… Ante estos panoramas, muchos sucumben a la desesperación. Pero el grito “El justo por la fe vivirá” trasciende ese escenario y anuncia la esperanza: Dios sostiene un plan de salvación que supera cualquier circunstancia. El ser humano no se hace justo por sus méritos, sino por la fe en Jesucristo, de modo que, al creer, recibe la vida verdadera.

La palabra “vivirá” va más allá del simple hecho de respirar o sobrevivir. En la Biblia, “vida” significa comunión con Dios, la experiencia del “verdadero vivir”. Algunas traducciones, como la Biblia latinoamericana, vierten Romanos 1:17 así: “El que es justo por la fe, vivirá en amistad con Dios”. Con esto se destaca que ser justificado implica restaurar la relación con Dios y, por ende, gozar de vida eterna.

En este aspecto, el Pastor David Jang hace hincapié en la “relación viva con Dios”. Uno puede llevar años asistiendo a la iglesia, conocer mucha doctrina y hasta estudiar teología, pero si no mantiene una relación personal con Dios, su fe seguirá seca. Cuando esa relación está verdaderamente viva, la confesión “el justo por la fe vivirá” brota de forma tan natural como respirar, tanto en la adoración, la meditación de la Palabra, la oración, como en los momentos más cotidianos. Así se va pasando de la “fe teórica” a la “fe vivencial y personal”. El “por fe y para fe” de Pablo describe justamente ese desarrollo en continuo movimiento.

Decir “el justo por la fe vivirá” encierra también la confianza escatológica de que en el día del juicio de Dios no pereceremos, sino que tendremos vida eterna. Así como en la época de Habacuc la nación temblaba ante la inminente destrucción por Babilonia, los cristianos de la Iglesia primitiva, amenazados por la persecución romana y objeto de burla por parte de la cultura pagana, se aferraron a esta promesa. Y fue esa fe la que, sin ayuda de ejércitos o privilegios políticos, acabó transformando espiritualmente al imponente Imperio romano.

Los anales de la Iglesia primitiva registran que, antes de que el emperador Constantino legalizara el cristianismo, una multitud de creyentes fue martirizada en prisiones o en el Coliseo. Sin embargo, ni así negaron su fe. Este es el testimonio histórico del “Mas el justo por la fe vivirá”. Aquellos creyentes no se doblegaron ante la presión del poder terrenal porque tenían la convicción de que la “justicia de Dios” revelada en el evangelio era real. Estaban seguros de que así como Cristo murió y resucitó, ellos también poseían la promesa de la vida eterna.

Este mismo razonamiento se aplica hoy, en el siglo XXI. Con la pandemia de la COVID-19, los conflictos geopolíticos, la creciente brecha económica, el individualismo y la ruptura de las relaciones interpersonales, el ser humano experimenta ansiedad y agotamiento. Paradójicamente, en medio de esa crisis, el poder del evangelio resplandece con mayor nitidez. La declaración “Mas el justo por la fe vivirá” indica que los cristianos de este tiempo podemos abrigar la misma esperanza que tenía la Iglesia primitiva. Ser justificado, ser salvo, poseer la vida eterna: todo esto se hace posible “por la fe” en el hecho histórico y sobrenatural de la cruz y la resurrección de Jesús.

Jesús mismo lo expresa: “El Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20:28). Y en Juan 15:13 leemos: “Nadie tiene mayor amor que este: que uno ponga su vida por sus amigos”. La muerte de Jesús fue un sacrificio sustitutivo por nosotros, el acto donde se manifestó perfectamente la “justicia de Dios”. Y al creer en esa ofrenda, Dios declara justo al pecador y lo introduce en la vida eterna. Este es el corazón del evangelio cristiano y la enseñanza fundamental de Romanos 1:16-17.

David Jang, en diversos seminarios, suele especificar cómo aplicar de forma práctica el vivir “por la fe”. Aclara que la naturaleza pecaminosa del hombre no desaparece de golpe tras creer, por lo que, día a día, hemos de reflexionar en el evangelio y someternos a la guía del Espíritu Santo, buscando la “santidad práctica”. Pero el punto de partida nunca es nuestro esfuerzo o moralidad, sino la “justicia de Dios” ya consumada, que recibimos por la fe. Es decir, la relación correcta con Dios no se basa en nuestras buenas obras, sino en acoger la gracia de la cruz.

Para ilustrar este principio desde el Antiguo Testamento, recordemos Génesis 15:6: “Y creyó a Jehová, y le fue contado por justicia”. Desde entonces, se nos enseña que “creer en Dios” es lo que Él valora como justicia. Abraham no fue justificado por sus logros, sino por creer en la promesa de Dios. Este mismo patrón se hace plenamente manifiesto en el Nuevo Testamento con la llegada de Cristo, aunque ahora poseemos un fundamento más claro: la muerte y resurrección del Mesías ya se han cumplido, y sobre esa base recibimos la salvación. Así, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, la clave sigue siendo la fe, solo que, después de la cruz, el objeto de esa fe está revelado con toda nitidez.

Por eso, una única frase —“Mas el justo por la fe vivirá”— puede influir de forma determinante en todas nuestras prácticas de piedad y en nuestro andar espiritual. A la hora de evangelizar, por ejemplo, no esperamos a que las personas sean perfectas o alcancen cierto nivel de reflexión filosófica. Sencillamente proclamamos el evangelio y, cuando la persona recibe a Jesús con fe, Dios la justifica. Lo mismo vale para nuestro día a día: ¿hasta qué punto vivimos con la certeza de que estamos salvos, de que somos hijos de Dios? Pablo podía gloriarse en la justicia de Dios y decir “no me avergüenzo del evangelio” porque él mismo había experimentado la gracia de la cruz. Nosotros también necesitamos palpar esa realidad constantemente para pasar de “fe en fe” y llegar a la plenitud de “el justo por la fe vivirá”.

El literato medieval Dante Alighieri, famoso por La Divina Comedia, representa alegóricamente el infierno, el purgatorio y el paraíso, enfatizando la necesidad de la fe en la salvación. Si bien no es un tratado teológico sistemático, dicha obra, dentro de la cosmovisión cristiana de la Edad Media, apunta a la misma idea: el ser humano, pecador, no puede eludir el purgatorio y el infierno sin la “gracia divina”. De fondo late el mensaje de que “el justo por la fe vivirá”. Así vemos que, a lo largo de la historia —no solo en los tiempos apostólicos, sino también en la Edad Media y en múltiples expresiones artísticas y religiosas—, se ha venido atestiguando de modos muy diversos esta verdad central: “Mas el justo por la fe vivirá”.

Podríamos decir que Romanos 1:16-17 contiene el principio y el fin de todo el camino de fe. En síntesis: el evangelio consiste en que la salvación del hombre es obra completa de Dios, consumada en la muerte y resurrección de Jesucristo; dicha obra se llama “la justicia de Dios”. Y el hecho de que un pecador se haga justo ante Dios es posible solo mediante la fe, lo que conduce a la vida eterna. Por ende, la voz de Pablo, “No me avergüenzo del evangelio”, sigue resonando tras dos mil años como un desafío actual. En ella se encierra el poder de la vida, inalterable ante los vaivenes del mundo, cuyo centro es Jesús crucificado. Y su declaración “en el evangelio la justicia de Dios se revela” significa que el plan de redención de Dios nos reviste de justicia, algo antes inalcanzable. Así se cumple “Mas el justo por la fe vivirá”, la culminación del maravilloso plan de salvación divina.

Al igual que Pablo, y como repiten el Pastor David Jang y otros líderes contemporáneos, debemos aferrarnos a lo esencial del evangelio y proclamarlo a nuestra generación. Ninguna cultura o filosofía solventará la raíz del pecado y de la muerte; solo el evangelio tiene poder para ello. Pero no hemos de quedarnos en la teoría o la apariencia cultural. Día tras día, aplicaremos esa verdad a nuestra existencia, caminando “por la fe” en comunión con el Dios vivo. Este es el mensaje central con que Pablo inicia la Epístola a los Romanos: “No me avergüenzo del evangelio… Mas el justo por la fe vivirá”. Un principio que trasciende circunstancias y momentos, válido para siempre.

Recordemos, pues, la gran verdad: solo a través de la fe establecemos la relación correcta con Dios y, en esa comunión, hallamos la “vida verdadera” y la promesa de la eternidad. Sobre esta confesión se fundaron Pablo y la Iglesia primitiva, la Iglesia de la Edad Media, la Reforma y, a lo largo de la historia, innumerables congregaciones y creyentes. También ahora, proclamando sin vergüenza el evangelio, atestiguamos que es el poder de Dios, y al contemplar la cruz, donde se nos revela la “justicia de Dios”, recordamos que nuestros pecados han sido perdonados, expresando gratitud sincera. Solo entonces, sumidos en una paz y seguridad que el mundo no conoce, podremos vivir según el llamado de “Mas el justo por la fe vivirá”.

En esto consiste el mensaje más contundente de Romanos 1:16-17, y es el meollo de la predicación del Pastor David Jang. El mundo sigue luciendo fastuoso, pero bajo esa superficie yacen incontables problemas de pecado, carencias, sufrimientos y pérdidas. Solo el evangelio puede remediar tales problemas. Y a quienes aceptan ese mensaje con fe, Dios les brinda su justicia, de modo que el pecador se hace justo, no se pierde, y accede a la vida eterna. Esto no cambia ni ha cambiado ni cambiará en el futuro; es la esencia misma del evangelio, la confirmación de la promesa: “Mas el justo por la fe vivirá”.

www.davidjang.org

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