La Cruz y el Gólgota – Pastor David Jang


1. El camino de la cruz y la expiación

A través de los Evangelios, el camino de la cruz de Jesucristo no puede entenderse simplemente como un medio de sufrimiento o ejecución. Ese camino es el plan de salvación de Dios para librar a la humanidad del poder del pecado y la muerte, en el que Jesús se ofreció voluntariamente como “Cordero expiatorio” y cargó con todo pecado y maldición, manifestando así el camino del amor. El pastor David Jang enfatiza que, en este punto, el hecho de que Jesús haya tomado la cruz y caminado hasta el Gólgota se define como una “expiación completa por nosotros” y, además, subraya que es como un espejo que refleja cómo debe ser el verdadero camino del creyente.

La cruz era originalmente uno de los castigos más crueles en el Imperio Romano. Se aplicaba a traidores políticos, esclavos o criminales atroces, siendo un símbolo de “horror” y “deshonra”. Sin embargo, el hecho de que el Hijo de Dios, Jesucristo, se sometiera voluntariamente a esta ejecución extrema revela un misterio de amor divino que sobrepasa la comprensión humana. De acuerdo con los Evangelios, el proceso por el que el Señor se encaminó a la cruz no fue un sacrificio pasivo sufrido injustamente debido a un juicio desfavorable. Más bien, Jesús asumió activamente los pecados de la humanidad y, de esa manera, quiso otorgar libertad y liberación a todos los pecadores condenados por la Ley.

En especial, en Mateo 5:39-44, Jesús proclamó la enseñanza revolucionaria de “no resistir al que es malo” y “amar a los enemigos”. Este mensaje, que invierte el instinto humano de venganza, propone un método propio del Reino de Dios para romper el círculo de odio y furia, diferente a la lógica mundana de “ojo por ojo y diente por diente” o “al enemigo se responde con enemistad”. Jesús mismo cumplió en la cruz estas palabras, y ésa es la esencia de la “expiación” y de la “sustitución redentora”. Al asumir hasta el final la maldición y los pecados de todos, Jesús anuló las flechas encendidas del enemigo con su amor, y así la cruz pasó de ser una desdichada derrota a constituir una gran “victoria”.

El pastor David Jang se centra en el significado de esta victoria al interpretar que “todas las penas y pecados que el Señor asumió como nuestro cordero expiatorio nos trajeron la libertad”. En Gálatas 3:13, el apóstol Pablo escribe: “Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición…”. Esto está íntimamente conectado con el sistema de sacrificios del Antiguo Testamento en el “Día de la Expiación”. Según Levítico 16:21-22, en la época del Antiguo Testamento, el sumo sacerdote imponía las manos sobre la cabeza de un macho cabrío, transfiriéndole todos los pecados del pueblo, y luego lo enviaban al desierto para que, al morir allí, los pecados del pueblo fueran alejados de ellos. Este acto sacerdotal se conoce con la idea de “chivo expiatorio” (scapegoat), donde un solo animal (cabra o cordero) asumía los pecados de toda la comunidad y se adentraba en el desierto, habitado por fieras salvajes, hasta encontrar la muerte.

Lo que este sistema de sacrificios del Antiguo Testamento simboliza y enseña es que “la paga del pecado es, sin duda, la muerte”, pero “si existe un sacrificio que pueda asumir esa muerte en lugar del culpable, se abre un camino para que el pecador sea justificado a través de él”. Jesús es la realidad última y perfecta de este “cordero expiatorio”. El pastor David Jang proclama: “Que Jesús haya ido al camino de la cruz significa que Él se convirtió en cordero expiatorio por nosotros”, y afirma que esto constituye el meollo del evangelio cristiano. La labor expiatoria de Jesús tiene como núcleo el hecho de que, a partir de ese sacrificio redentor eterno, ya no es necesario repetir sacrificios de machos cabríos o corderos, tal como sucedía en el Antiguo Testamento.

Cuando meditamos en el camino de la cruz, la primera escena que confrontamos es la actitud de Jesús, que no se resiste ni se defiende a sí mismo, aun en medio de todo tipo de burlas, desprecios y violencia. Aunque Jesús era inocente, no optó por rechazar ni derribar con firmeza los falsos testimonios que lo acusaban; más bien lo soportó en silencio y mansedumbre. Tal actitud se basa en la voluntad de Dios de salvar a las personas. Si el Señor se hubiese defendido y hubiera contraatacado con poder sobrenatural, habría podido librarse del sufrimiento. Sin embargo, entonces, el significado de la “expiación” y la “sustitución redentora” no se habría cumplido en su totalidad. Al escoger voluntariamente un camino lleno de espanto, Jesús mostró la verdad fundamental de que “el ser humano no puede resolver por sí mismo sus pecados y maldades; solo puede ser salvado al confiar plenamente en el amor sacrificial de Dios”.

En este proceso, la personalidad de Jesús se representa con la imagen del “siervo sufriente”. Isaías 53 describe proféticamente la figura del Mesías venidero o “siervo sufriente”. Allí se predice que este siervo sería “despreciado y rechazado por los hombres… fue traspasado por nuestras rebeliones, molido por nuestras iniquidades”. Bajo una avalancha de desprecio y burla, se mantiene en silencio y soporta el sacrificio, a semejanza de un cordero ofrecido en sacrificio por todos los pecados de la humanidad. El pastor David Jang lo interpreta como “la manera perfecta en que Cristo se humilla por nosotros” y lo enfatiza como “la máxima expresión del verdadero amor, la gracia de Dios que no escatimó ni siquiera su propia vida para borrar nuestros pecados”.

Así pues, la cruz es el punto culminante del amor y el sacrificio. Aunque la cruz que cargó Jesús fue un instrumento de ejecución atroz, el cristianismo la ha venerado como el símbolo más sagrado y honorable porque “este terrible madero se convirtió en la señal de salvación que asumió nuestros pecados y abrió el camino al perdón”. Tanto los Padres de la Iglesia primitiva como los reformadores no vieron la cruz solo como un “madero vergonzoso”, sino que la reinterpretaron como un emblema de gloria y la sabiduría de lo alto. Aun cuando a los ojos del mundo la cruz parecía el mayor fracaso y la mayor afrenta, para la fe se convierte en “expiación” y “victoria”. Ese es el misterio paradójico encerrado en ella.

Desde otra perspectiva, el pastor David Jang presenta el camino de la cruz como una oportunidad para enfrentar la raíz del pecado (罪性) que anida en nosotros. El ser humano, siempre que puede, tiende a culpar a otros, hacerles llevar sus cargas, criticarlos y sentirse relativamente superior. No obstante, Jesús recorrió el camino opuesto. Aun siendo perfecto y sin culpa, cargó con los pecados de los demás. Cuando decimos que “nos parecemos a Cristo”, no significa solamente que exhibimos poderes místicos, sino que además abarcamos el tomar la carga de los demás y vivir en arrepentimiento y expiación. El apóstol Pablo también se refirió a esto cuando escribió: “Llevad los unos las cargas de los otros, y cumplid así la ley de Cristo” (Gálatas 6:2).

En definitiva, por la cruz somos llamados al camino de la “expiación, no de la condenación; del perdón, no de la sentencia”. Quien se parezca a Cristo y siga el camino de la cruz ha de dejar la actitud de buscar de manera continua las faltas de los demás para volver sobre sí mismo y vivir al ritmo de la reconciliación y el perdón que se manifiesta por la sustitución que hizo Jesús. Cuando contemplamos a Jesucristo, quien se ofreció como cordero expiatorio y cargó con el costo de todo pecado, nuestros corazones endurecidos se ablandan y descubrimos lo que es el amor verdadero.

El camino de la cruz de Jesús, profetizado en la expiación del Levítico y en la figura del “siervo sufriente” de Isaías 53, se completa en el Nuevo Testamento con la encarnación y la doctrina de la sustitución redentora, formando una sola narración de salvación. El ser humano, débil por naturaleza y pecador, no puede salvarse por sí mismo, pero con la venida de Jesús como “Cordero de Dios”, Él derriba todas las barreras del pecado al entregar su propia vida por nosotros. Tal como confesó el apóstol Pablo: “Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5:8).

El pastor David Jang enseña que nuestra fe no debe limitarse a comprender este suceso de la sustitución redentora solo de manera intelectual. Más bien, hace hincapié en que debemos meditar a diario cuán grande es nuestro pecado y cuán santo y lleno de amor fue el sacrificio de Jesús, y responder de buena gana a ese amor. Y la forma de responder es vivir una “vida expiatoria” que lleva la carga del prójimo. A veces puede que tengamos que soportar acusaciones injustas y asumir errores ajenos como si fueran propios, pero ello se corresponde al proceso de imitar “el camino de la expiación” que recorrió Jesús. Desde la óptica de los deseos humanos y de los valores de este mundo, puede no ser un modo de vida comprensible. Sin embargo, así fue el camino mostrado por Jesús y así lo atestiguan los Evangelios.

Por eso, el “camino de la cruz” se convierte para cada uno de nosotros en la senda de “darnos cuenta primero de nuestros pecados y arrepentirnos antes de condenar a los demás” y, a la vez, en el camino de “soportar la debilidad del otro para demostrar amor y perdón”. Participar en el camino que el Señor ya completó es, por tanto, creer y obedecer que, aunque el estándar del mundo lo vea como una vergüenza y una derrota, en realidad es la puerta que conduce a la victoria en el plano espiritual. Cuando miramos la cruz de esta manera, no solo recibimos la gracia de la salvación, sino que descubrimos también el modelo de cómo vivir como redimidos.

En esta línea, el pastor David Jang cita con frecuencia la escena del “holocausto de Isaac”. En Génesis 22, Dios ordena a Abraham que ofrezca a su hijo Isaac en holocausto. Ignorando que él mismo sería sacrificado, Isaac lleva la leña rumbo al monte Moria y, en medio de su desconcierto, pregunta: “Padre mío, ¿dónde está el cordero para el holocausto?”. Pero Abraham responde: “Dios proveerá”, es decir, “Jehová Jireh”. Al final, Isaac se libra de la muerte gracias al carnero que Dios prepara como sustituto. Este hecho prefigura de manera simbólica la expiación que se concretaría en la cruz. Con la diferencia de que Isaac no sabía que era la ofrenda y se salvó en el último momento al suplirse un carnero, mientras que Jesús sí conocía su muerte y caminó voluntariamente hacia ella. Es precisamente esta diferencia la que nos lleva a comprender la gracia y el amor mucho mayores de la expiación del Nuevo Testamento.

El Señor se ofreció en un sacrificio de un orden completamente distinto, convirtiéndose Él mismo en el “Cordero” y soportando el sufrimiento de los azotes, las burlas, y siendo cubierto de sangre. Mediante esto, se abrió para nosotros el nuevo pacto. Todo lo que los rituales de sacrificio del Antiguo Testamento pretendían enseñar simbólicamente acerca del significado de la expiación tuvo su cumplimiento definitivo en el suceso de la cruz de Jesús. A través de esta historia de sustitución, las puertas del Reino de Dios se abrieron, y la humanidad, que se hallaba sometida al pecado y la muerte, fue invitada al camino de la vida y de la salvación.

Cada vez que nos ponemos ante la cruz, hemos de recordar dos cosas: primera, que “mis pecados empujaron a Jesús a ese sendero atroz”, y segunda, que “Jesús pagó el precio de todos esos pecados y me restauró como hijo(a) de Dios”. Para los creyentes que todavía lidian con la culpa o el temor en su vida cristiana, el pastor David Jang los alienta: “Puesto que Cristo ya asumió nuestras cargas y vergüenzas, podemos acercarnos a Él con verdadera libertad y valentía”. Este es el gozo y la liberación que otorga el evangelio de la cruz.

En conclusión, el primer tema —“El camino de la cruz y la expiación”— revela que la obra sustitutoria de Jesucristo se erige en el eje central de las ofrendas del Antiguo Testamento, la imagen del “siervo sufriente” de Isaías y las enseñanzas de los Evangelios y los apóstoles en el Nuevo Testamento. Aunque Jesús era inocente, afrontó voluntariamente la muerte más oprobiosa y pesada en nuestro lugar, transformando así “el camino de la condena en el camino de la expiación”. Al reflexionar y seguir este camino, los creyentes no viven para condenar o vengarse, sino para compartir las cargas y ofrecer perdón unos a otros. Precisamente este es el llamado para seguir el camino de Jesús, la esencia de la “fe de la cruz” que destaca el pastor David Jang.


2. La victoria del Gólgota y la esperanza de la resurrección

Jesús, cargando la cruz, se dirigió al Gólgota (en hebreo “Gólgota”; en latín “Calvario”), un lugar llamado “la Calavera” por ser un lugar de ejecución. Cuanto más se acercaba a la zona de la ejecución, más horrible y doloroso se volvía aquel recorrido. Los soldados romanos, con el propósito de maximizar el miedo y la humillación hacia los traidores y los criminales, los obligaban a cargar la cruz y dar una larga vuelta. Jesús, tras ser azotado brutalmente, tuvo que llevar la pesada viga de madera. Esta imagen representa también el punto culminante de la figura del “cordero expiatorio” anunciada repetidas veces en las Escrituras.

Sin embargo, resulta paradójico y al mismo tiempo constituye el núcleo del evangelio que ese escenario sumido en la oscuridad y la tragedia llegara a ser el “escenario donde se consuma la salvación de la humanidad”. El pastor David Jang señala que “aunque Gólgota se consideraba ‘el monte de la Calavera’, un lugar de muerte y maldición, justo allí brotó la vida y surgió la esperanza de la resurrección”. Jesús, en medio de la agonía, clamó: “Eloí, Eloí, ¿lama sabactani?” (“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”), el punto extremo de su dolor, y ello constituye la cúspide de la expiación, pues cargó con todos nuestros pecados. Pese a las afrentas, las agresiones y las burlas, Jesús perseveró en obediencia al propósito de Dios, recorriendo el camino del amor hasta el final.

Cuando decimos “la victoria del Gólgota”, a los ojos del mundo suena totalmente contradictorio. El cuerpo físico de Jesús se desangró mientras permanecía colgado durante largas horas en la cruz, hasta exhalar el último suspiro. Quienes lo rodeaban se mofaban diciendo: “Si eres el Hijo de Dios, bájate de la cruz”. Y los discípulos huyeron llenos de miedo. No obstante, aquel aparente fracaso absoluto, desde la perspectiva divina, fue el momento decisivo en que las puertas de la salvación se abrieron para toda la humanidad. En el monte Gólgota, la muerte y la tiniebla creyeron haber aniquilado a Jesús, pero en el plan divino, ese lugar se transformó en el escenario en que “la muerte es vencida y se proclama la vida eterna”.

En la iglesia primitiva, cuando se proclamaba la fe en la resurrección, la cruz y la resurrección se consideraban un solo hecho de salvación, inseparables. Decir simplemente “Jesús murió en la cruz” sería la historia de una derrota, pero acompañar esa declaración con “Jesús resucitó venciendo el poder de la muerte” convierte el relato en una historia de la victoria y la liberación definitivas. El pastor David Jang también enfatiza: “La cruz es el símbolo de la tragedia y, al mismo tiempo, la gran victoria de la expiación llevada a cabo por Dios, una victoria que se consuma en la resurrección”.

Sin la resurrección, la cruz de Cristo habría quedado en un simple caso de ejecución. El hecho de que Jesús realmente resucitara prueba que la sangre derramada en la cruz fue “la sangre justa del Cristo enviado por Dios”. En 1 Corintios 15, el apóstol Pablo dice: “Si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también vuestra fe”. Por tanto, la cruz y la resurrección constituyen el punto de cruce donde convergen “sufrimiento-sacrificio-expiación” y “victoria-vida-gloria”. Tras el instante de desesperación de la muerte de Jesús en el monte Gólgota, llegó el alba de la resurrección.

Como explica el pastor David Jang, al meditar en el Gólgota, no podemos olvidar que “la victoria de Jesús no fue militar ni política, sino espiritual, pues destruyó el poder del pecado y de la muerte”. Jesús no se valió de la espada ni de la fuerza para lograr la victoria sobre el orden de este mundo. Al contrario, eligió el método más humilde y más vergonzoso de sacrificarse y derramar su sangre para proclamar un nuevo reino: el Reino de Dios. Sobre la cabeza de Jesús crucificado se colocó un letrero que decía “Rey de los judíos”. Para el mundo era un gesto burlón, pero desde la perspectiva de Dios, anunciaba el reinado y el gobierno verdaderos del Mesías.

El monte Gólgota, que lleva el nombre siniestro de “Calavera”, fue transformado por la sangre de Jesús en una “fuente de vida”. Por eso, “Calvario” se ha convertido en un símbolo central de la fe cristiana: por fuera parece el lugar más sombrío, pero por el sacrificio y la resurrección se convierte en la fuente de esperanza más luminosa. Esto nos muestra que los lugares en nuestra vida que aparentan ser un “Gólgota” lleno de dolor, muerte y fracaso, pueden convertirse, bajo el poder de Dios, en el inicio de algo nuevo. Nuestro Dios es el que hace brotar la vida en medio de la muerte, la luz en medio de las tinieblas y la esperanza en medio de la desesperación.

En ese sentido, el pastor David Jang anima a los creyentes a “enfrentar su propio Gólgota”. Todos experimentamos pruebas, dolor, lágrimas y pérdidas a lo largo de la vida. A veces cedemos a la tentación y al pecado, y nos lamentamos al borde de la desesperación. Esa situación es nuestro “Gólgota personal”. En esos momentos, debemos recordar la jornada de Jesús hacia el Gólgota. Aunque fue un camino de vergüenza y sufrimiento extremo, allí se manifestó de manera más poderosa el amor y la omnipotencia de Dios. Aunque debido a nuestros pecados la cruz parezca un “montón de huesos y calaveras”, por la obra de Dios ese lugar se convierte en la puerta de una vida renovada y de la restauración. Esa es la fuerza del evangelio.

La victoria del Gólgota se completa con la resurrección, pero es imposible llegar a la resurrección sin pasar por la cruz. Jesús no evitó la cruz para ir directamente a la resurrección. Esto se aplica igualmente a nuestra vida de fe. Para disfrutar la alegría de la resurrección, primero debemos presentar nuestro pecado y nuestra muerte ante la cruz. El pastor David Jang enseña que la “fe en la resurrección” no es “una vana esperanza de victoria sin cruz, sino una esperanza firme que se alza sobre la experiencia del perdón y la expiación en la cruz”. Por ello, el creyente no debe hablar solo de resurrección ignorando la cruz, y debe recordar siempre que el poder de la resurrección proviene del camino del sufrimiento en la cruz.

Este vínculo entre la cruz y la resurrección no es solo una teoría teológica ni un planteamiento doctrinal, sino el motor que transforma efectivamente nuestras vidas. Dado que Jesús murió y resucitó por nosotros, nuestro pasado ha sido perdonado, nuestro presente es fortalecido por el Espíritu Santo para vivir en santidad y nuestro futuro se abre con la esperanza de la vida eterna. El acontecimiento del Gólgota es una victoria, no una derrota, precisamente porque no quedó en la muerte, sino que fue seguido por la resurrección. Esta es la base y la esperanza singular que ninguna otra filosofía o religión puede ofrecer, lo que convierte al cristianismo en una fe única.

El pastor David Jang afirma que esta fe en el Gólgota y la resurrección hace que seamos “personas que renacen cada día”. No se trata simplemente de asistir a la iglesia los domingos, sino de ser renovados en nuestro carácter y en nuestra manera de vivir como nuevas criaturas. Cuando crucificamos en la cruz nuestro pecado y nuestro viejo yo, y nacemos de nuevo con el poder de Cristo resucitado, se rompen las cadenas que nos ataban, y se vuelve posible amar, perdonar, servir y humillarnos de un modo que antes no hubiéramos imaginado.

La victoria del Gólgota nos conduce a la confesión: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí” (Gálatas 2:20). Esta no es meramente una declaración que se escribe en el confesionario, sino que implica que en la práctica diaria “el viejo hombre muere y el nuevo hombre vive”. Dado que el camino de la cruz que siguió el Señor rompió la “prisión del pecado y del odio” y abrió la puerta a la resurrección, ya no tenemos que vivir atados a la condenación ni a la culpa. Al mismo tiempo, debemos comprender que no hay provecho alguno en juzgar o aborrecer al prójimo. El pastor David Jang traduce esto en que “La expiación de Cristo nos ha hecho libres en la verdad, y siendo libres, debemos vivir sirviendo al prójimo con amor”.

El camino de la cruz no se limita a la historia de la pasión de Jesús, “inocentemente condenado”, sino que se convierte en el fundamento de nuestro perdón y de nuestra resurrección. En el Gólgota, Jesús encontró la muerte, pero fue el amor de Dios el que triunfó sobre esa muerte. Cuando el Señor resucitó, el “monte de la Calavera (Gólgota)” se convirtió en el “monte de la Vida eterna”. Por la sustitución de Jesús, estamos libres de pagar el precio mortal del pecado. A todos los que se arrepienten y creen en el evangelio se les ofrece la participación en la vida de la resurrección.

Como la cruz, símbolo del cristianismo, está unida a la resurrección para “iluminar las tinieblas”, las iglesias suelen adoptar el nombre de “Calvario” y colocar la cruz en el centro del templo. Con ello se proclama que la oscuridad de la cruz es, en realidad, la gracia más brillante, y que, en ese abismo de muerte (la Calavera), tuvo lugar el milagro de la vida. El pastor David Jang explica que iglesias como “Calvary Church” (Iglesia del Calvario) o “Gólgota Church” (Iglesia de Gólgota) conmemoran “la gracia de Jesús que transformó el valle de la muerte en un valle de vida” y muestran la vocación de la iglesia de llevar esa gracia al mundo.

Todavía hoy, el Gólgota está muy cerca de nosotros. Cuando las cargas de la vida se vuelven insoportables y quisiéramos abandonarnos a la desesperación, recordamos aquel día en que Jesús subió al Gólgota, azotado y despreciado, sin soltar jamás el amor. Es este hecho el que nos infunde nueva valentía y esperanza en medio de nuestra desesperación. Y confiamos en que más allá de ese valle de dolor y muerte, nos aguarda la “resurrección”, la gran reversión de Dios.

Como ejemplo concreto de la aplicación de esta victoria del Gólgota a nuestra vida, el pastor David Jang propone la “restauración de relaciones dañadas y del amor interrumpido”. La cruz no solo eliminó la barrera que nos separaba de Dios, sino que también destruyó las barreras que nos separan entre nosotros. Como Jesús dijo “amad a vuestros enemigos” y Él mismo cumplió esas palabras entregando su vida, nosotros también podemos poner ante la cruz nuestros resentimientos y heridas más profundas. El monte Gólgota simboliza “la muerte”, pero así como Jesús venció a la muerte en ese mismo lugar, en el momento en que llevamos nuestro rencor y odio a la cruz, podemos experimentar el milagro de la resurrección en nuestro corazón.

En definitiva, la victoria del Gólgota es “la victoria del amor” y, al mismo tiempo, “la victoria de la vida”. El paso de odio a amor, de desesperación a esperanza, de pecado y muerte a justicia y vida, se produjo precisamente en ese monte de la Calavera, y la resurrección confirmó dicha victoria. Como reitera el pastor David Jang, no existe resurrección sin cruz, y tampoco la cruz lleva a su culminación si no va acompañada de la resurrección en la doctrina de la salvación. Ambas realidades se unen para formar el evangelio pleno y el mensaje completo de salvación.

Este es un aspecto que no debemos olvidar. Litúrgicamente, el Viernes Santo meditamos en la Pasión y en Pascua celebramos la alegría de la Resurrección, pero no son dos fechas separadas. Para el creyente, cada día es un día en que la cruz y la resurrección coexisten. En cada momento de la vida cristiana se repite la muerte del “viejo yo” y el nacimiento del “hombre nuevo”. Al recordar el poder y el amor del Jesús que obtuvo la victoria en el Gólgota, no tendremos por qué quedarnos atrapados en el pecado y la muerte, sino que podremos seguir el camino de la vida resucitada.

Para resumir, en primer lugar, “El camino de la cruz y la expiación” muestra que la obra sustitutoria de Jesús por el pecado, completada en la cruz, representa el eje unificador de los sacrificios del Antiguo Testamento, la profecía del “siervo sufriente” de Isaías y las enseñanzas de los Evangelios y los apóstoles en el Nuevo Testamento. Jesús, siendo sin pecado, cargó con una muerte vergonzosa y pesadísima en nuestro lugar, transformando “el camino de la condena en el camino de la expiación”. Los creyentes que meditan y siguen este camino son llamados a vivir una “vida expiatoria”, no de condena ni venganza, sino de compartir las cargas y otorgar el perdón. Ésta es la esencia de la “fe de la cruz” que destaca el pastor David Jang.

En segundo lugar, “La victoria del Gólgota y la esperanza de la resurrección” indica que el Señor, crucificado en el Gólgota, alteró para siempre nuestro presente y nuestro futuro cautivos en la muerte y la desesperación, haciendo brotar la gloria de la resurrección precisamente en ese lúgubre “monte de la Calavera”. Ambos temas están estrechamente ligados y completan el núcleo del cristianismo: “expiación y resurrección”.

Todo esto constituye “el camino de Cristo”, y somos llamados a vivir “como los que han sido expiados”. El mensaje del pastor David Jang, expuesto en sus sermones y enseñanzas, comunica esta verdad con un lenguaje concreto y vivencial para los creyentes de hoy, recordándonos que la cruz de Cristo no es un simple símbolo religioso, sino un poder capaz de transformar cada día nuestra vida. No debemos quedarnos en la sola experiencia del perdón, sino que, viviendo en el poder de la resurrección, hemos de llevar esperanza y amor a los que yacen en pecado y desesperanza. La frase “No hay resurrección sin cruz, y la cruz sin la resurrección conduce, al fin y al cabo, a la desesperación” se halla plenamente representada en el Calvario (Gólgota), el símbolo supremo de la Iglesia.

Por tanto, la tarea que queda ante nosotros no es solo preservar este grandioso acontecimiento de expiación y victoria como un hecho histórico o una doctrina teológica, sino vivirlo de manera concreta en nuestro diario caminar. Aunque el camino que Jesús recorrió pueda parecer doloroso e injusto, ese camino es a la vez el camino de la vida y del perdón, y conduce en última instancia a la victoria. Que el amor manifestado en la cruz supere todos nuestros pecados, heridas, rencores y desesperanza y se transforme en relaciones reconciliadas y en nueva esperanza. Esa es la vocación espiritual de quienes creen en “el Señor que resucitó en el Gólgota”.

La enseñanza sobre la cruz del pastor David Jang nos invita a seguir “el camino de la expiación, no de la condena”. Y lo que nos espera al final de ese camino es la proclamación de que “el monte de la Calavera finalmente producirá frutos”, una declaración que atraviesa la historia humana y constituye el corazón del evangelio. Para quienes participan de esta gracia, el poder de la muerte queda anulado, y se les promete la vida verdadera y eterna. Esto es el gran mensaje que proclama el camino de la cruz y el misterio glorioso que se despliega con la victoria del Gólgota.

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